No se puede desconocer que muy a pesar de que Chile es un pequeño país, ha ganado la atención del mundo en general, aunque a veces se sobre dimensiona esa apreciación, pensando que esto ocurre en todos los círculos de la sociedad mundial. Digamos mejor que por distintas razones es en los círculos de la cultura, el comercio y la política donde Chile es más conocido.
En el 2010 se recordó que hace doscientos años se conformó la Primera Junta de Gobierno independiente de España, reino del cual Chile fue una colonia. Fueron largos ocho años de lucha, antes de que Chile llegará a ser definitivamente un país independiente, con su propio gobierno e instituciones del Estado.
Estos dos personajes debieran ser un cliché exclusivo de los chilenos, parte de aquello que da en llamar la "mitología propia de una nación", esa mitología que se hace y enraiza entre las personas, con ambivalencias, verdades a medias, incoherencias desagradable, a veces con enardecedoras historias y otras con las tiernas. Sin embargo no es el caso de estos dos personajes, quienes tanto en Chile como en el extranjero logran enfurecer y apasionar tanto en los ataques como en la defensa de ellos. Aunque a veces pareciera que la mano se carga en contra de Pinochet.
Estos dos seres ya indiscutiblemente legendarios, opuestos de por si, ya dejaron de ser simples ejemplares de una situación, han llegado mas allá que muchos otros personajes históricos que han tenido que batallar en el tiempo y con la historia para llegar a ser reconocidos.
Y hablemos del ex Presidente Augusto Pinochet Ugarte.
El dragón, el Dictador latino-americano por antonomasia, brutal y despiadado, que oprimió, torturó y asesinó durante casi dos décadas a su pueblo, en nombre de un puñado de privilegiados, "sin haberle tocado personalmente un pelo a sus víctimas". Opinión aparentemente universal si nos fiáramos sólo de las tertulias y los medios progresistas. Y sin embargo, para muchos —y no sólo en Chile, en lugares improbables como la ex Unión Soviética—, Pinochet sigue pasando por el adalid que derrotó al comunismo, que dirigió una revolución silenciosa (¡el reaccionario revolucionario!), fundando un nuevo país al que sus exiliados lloraban por volver, al revés que en Cuba, donde no dejan irse a nadie. Dictador que, por último —oh alquimia de la mitología chilena, dragón convertido en paloma—, entregó el poder democráticamente a sus opositores.
Triste privilegio chileno, o argucia propia de toda mitología, se han regalado a la Historia Universal dos mitos cuyo poder, cuya fascinación, cuya trascendencia, convive con sus contradicciones, sus ambivalencias, con el hecho de que no podemos utilizarlos intelectualmente sin acabar por ser utilizados por ellos. Caballos de Troya que cada vez que los entramos a la fortaleza de nuestras convicciones, nos asaltan con el enemigo escondido en su vientre.
Historiadores, políticos, sociólogos, ¡hasta economistas!, prodigan sus interpretaciones de lo ocurrido en aquellas dos décadas los setentas y los ochentas, y sacrifican así sus conocimientos en el ara de sus respectivas devociones. Realmente ¿ podemos contestar todas las preguntas que nacen al contemplar esas dos esfinges, de manera objetiva? Individualmente no podemos, cada cual responde a su manera de interpretar la historia, y por lo contrario, cada cual interpreta como se hace con los dramas, como cuando se asiste al teatro, o al cine y la producción es tan buena que nos absorbe y nos sensibiliza, y quedamos dispuestos a entregarnos al conflicto de sus símbolos, so pena de perdernos la complejidad de sus significados, dispuestos a aceptar que las máscaras de los actores son símbolos que deben permanecer en el tiempo y que deben trascender, porque nos interpretan , y en donde el discurso actual es sólo una parte del gesto que nos ata a nuestra posición ya sea a favor o en contra de uno de ellos...Allende, el suicida incómodo
El carácter mítico de Allende no nace enteramente con su muerte, pero cristaliza y se hace emblemático con ella. Es cierto que esa "vía chilena al socialismo", el experimento de una revolución democrática, había capturado la imaginación idealista de amplios sectores progresistas en el mundo. Pero no es menos cierto que, a diferencia del Che —el otro icono revolucionario latino-americano—, nada en la trayectoria biográfica de este político convencional, de aspecto y costumbres burgueses, ducho en el arte de la supervivencia política, hacía prever la estatura que ganaría con su muerte. Es en el último día de su vida, en verdad, en las tres últimas horas, cuando se fija de manera casi irrevocable la imagen con la que pasará a la posteridad: una especie de mártir laico en los altares del progresismo contemporáneo, santificado por su suicidio.
Sin embargo, buena parte de la vieja izquierda chilena e internacional se resistió durante muchos años a aceptar el suicidio de Allende, y favoreciendo, en cambio, la versión de un presidente caído en la refriega, luchando, o asesinado. Hasta mediados de los ochenta, connotados autores y el grueso de la opinión pública daban por indudable esta fantasía, no obstante todos los testimonios y evidencias en contrario. A primera vista, parece inexplicable: el sacrificio de Allende, prefiriendo su muerte en La Moneda en llamas, antes que entregarse, es lo esencial del gesto, y no disminuye su fuerza si aceptamos la verdad de su suicidio. ¿Por qué lo negaron durante tanto tiempo? ¿No parecía suficientemente heroico un suicidio? ¿Enceguecidos por el dolor, era necesario ensangrentar más la traición pinochetista, añadiéndole el magnicidio?
Son explicaciones plausibles. Sin embargo, esa resistencia tenaz, casi instintiva, a reconocer el suicidio de Allende —que hay quienes mantienen incluso hasta hoy— también podría estar indicando otra cosa: una incomodidad, una desazón con la ambivalencia simbólica del suicida. El suicidio es un gesto simbólicamente ambiguo, más personal y menos colectivo que la muerte en batalla, incluso pudo ser un simple trágico arrebato emocional. El héroe se entrega a las balas, el suicida se retira a lo más privado de su conciencia y allí se quita la vida.
Famosamente, Camus afirmó que el único problema filosófico importante era el del suicidio. En un sentido diverso, el suicidio de Allende es importante precisamente porque es un problema. Porque expresa no sólo la protesta y la acusación moral contra los que lo traicionaron en su bando y el contrario —valores explícitos en su discurso de despedida—, sino algo más complejo y también más evidente en el acto de encañonarse y dispararse. Si en el suicidio de los hombres corrientes hay a menudo un acto de reconocimiento y justicia personal, en el suicidio de un gobernante, en la hora postrera de su régimen, hay inevitablemente un acto de responsabilidad política. Digo responsabilidad, y no culpabilidad. No implica culpabilidad —porque sería grotesco hacer a Allende culpable de su propio suicidio—, pero sí expresa, tácitamente, el reconocimiento de una responsabilidad que los hombres nobles, educados y que entran en conflicto con las tradiciones republicanas, y Allende vivió ese conflicto , que no pudo eludir. Es el gesto del capitán que se hunde con su buque y sus responsabilidades.El buque de Allende —la Unidad Popular— y su carta de navegación —la "vía chilena al socialismo"— habían zarpado tres años antes, en 1970, en la elección que ganó con un 36.3% de los votos emitidos; es decir, entre la mitad y dos tercios de la sociedad no se había embarcado en el viaje a la utopía. Sin embargo, esa sustentación terciaria no era su debilidad más peligrosa. Desde el puerto mismo de sus planteamientos, la nave partía escorada por una indefinición radical, por una contradicción que la llevaría al naufragio: hacer una revolución no sólo acatando, sino empleando la institucionalidad liberal del Chile republicano. Una revolución con una Constitución débil que había que aprovecharla, y sin las armas.
¡Una revolución constitucional! Quizá sólo en Chile —el país de los híbridos, del eclecticismo, del "jurel tipo salmón"— se nos podía ocurrir una antinomia semejante. Cambiar de arriba abajo la estructura social y económica del país —crear un "hombre nuevo", nada menos, era lo que pedía la retórica exaltada de la época— actuando dentro de la Constitución que consagraba ese viejo orden que se rechazaba. Y lo más increíble, hacerla en todo en un plazo presidencial, cuando el paradigma de revolucionario de los izquierdistas latino-americanos, ya llevaba 11 años a fuerza de fuego, encarcelamientos, y exilios. Hacer una revolución con la Constitución con más de la mitad del país, no sólo la oligarquía, sino amplios sectores de la pequeña burguesía y no pocos en el pueblo, resueltamente en contra.Hoy —con el beneficio, admitamos, del tiempo transcurrido y a la luz de la historia — no se puede aceptar la increíble candidez, de tantos que la proclaman, de esas generaciones de izquierdistas que impulsaron tal revolución . ¿Cómo diablos se pretendía cuadrar ese círculo sin romperlo, sin que corriera sangre, sin por lo menos, caer en las trincheras de la guerra fría?
¿Cómo derribar de sus pedestales tantos viejos bustos sin quedar aplastado bajo los escombros?
Allende tuvo que haber reconocido, desde tiempo antes y al menos en esa hora postrera del 11 de septiembre de 1973, lo que muchos de sus partidarios tardarían décadas en reconocer y algunos no lo hacen hasta hoy. Que era responsable de un error, que contrarió su propia capacidad de marxista: La tesis de que se podía hacer una "alteración grave, extensa y duradera del orden público, encaminada a cambiar un régimen político" —como define "Revolución" el diccionario—, sólo por medios legales. Sin esperar , ninguna reacción brutal y de fuerza.
Allende tiene que haber intuido el monstruo que el sueño de su razón utópica acababa de ayudar a parir en Chile. Tiene que haber concluido que, desde ese momento, sería responsable de algo infinitamente más grave que un error de estrategia o de falta de análisis político: pasaba a ser responsable también de las consecuencias que su fracaso traería para su pueblo. "El pueblo no debe dejarse acribillar", dice en su despedida, y podemos oír en sus palabras la premonición de todas las muertes y torturas, porque él conocía a fondo a las FF.AA., y de Seguridad, sabía de la preparación y de la información con que contaban, Allende conocía la historia de las revoluciones izquierdistas, y de toda la violencia que desde esa misma hora comenzaba, Allende sabía lo que se cosecharía de su siembra de odio y división.
Pinochet, la demencia senil que lo alejó de todo.
Si en su última hora Allende da una pista para entender su mito ambivalente haciéndose responsable con su suicidio, con el ex- Presidente Pinochet no se puede, antes de abandonar el escenario de la Historia,se borran las pistas, quedará consagrada la duda para siempre, ya no hay responsabilidades que afrontar. El autoritario estadista se despide alejándose de todo, ajeno a su voluntad. Primero en Londres, en 1997, y luego en Santiago, sus doctores probarán que ya es suficiente para él, existe demencia senil. Sus adversarios repetirán hasta el cansancio "se hizo el loco".
Hubo razón para aferrarse a esa escapatoria. El ex-Presidente Pinochet fue un refundador, un gran estadista y valiente que se enfrentó mientras pudo a todos sus enemigos. Sin embargo despues de todo, estos han llegado a ser más poderosos que lo que podemos imaginar, son rabiosos y lo disimulan, son hombres cultos, inteligentes, con ambiciones, y con una sed de venganza que no ocultan. Ya sabemos lo que habría resultado para el General de seguir enfrentándolos, habrían empañado toda su gestión, habrían degrado aniquilado al "prócer". Muchos engañosamente quisieron mostrar que lo que se estaba haciendo era un "juicio político", pero es una falsedad.
Los soldados y carabineros encarcelados y perseguidos, son una prueba palpable, la "justicia de la izquierda" ha hecho creer que ellos sufren tal persecución por su responsabilidad criminal por las violaciones a los derechos humanos, y también indirectamente se les hace sentir que están presos porque fueron abandonados por sus camaradas de armas, y por aquellos civiles que una vez estuvieron clamando porque cumplieran con todo rigor las tareas que les correspondían, porque el poder político para tenerlos en estas condiciones ha quebrado el Estado del Derecho.Augusto Pinochet no estuvo ahí para responder por aquellos a los cuales se les han aplicados juicios injustos y se ha violado y desconocido la Ley. La entrega pacífica que se hizo del poder a los adversarios del Gobierno Militar no ha sido suficiente y con creces los hechos lo demuestran...
Allende no pudo resolver la contradicción de su proyecto revolucionario y legalista, y su suicidio no sólo es protesta sino reconocimiento de esa responsabilidad. Pinochet no pudo solucionar la ambivalencia de su régimen honesto y fundacional a un tiempo, y su demencia senil lo aparta de sus enemigos.
Los chilenos, y con nosotros los que en el mundo han compartido estos mitos, toleramos mal esta complejidad dramática, nos incomoda esta ambivalencia. Indicio de esa incomodidad es la propensión reciente a remitir nuestra tragedia al Olimpo de unos dioses lejanos, de los que habríamos sido meros juguetes. Nuestro drama habría sido un episodio menor, triste, pero al fin y al cabo apenas una nota al pie de página en el extenso libro de la Guerra Fría... "Chile, ese lugar donde se dio un golpe de Estado, que salvo al país de caer en mano del eje "castrista-soviético", oímos que se dice en tantos sitios, incluso por muchos que debieran saberlo mejor, tan bien como nosotros.¿Pueden leerse los mitos de Allende y Pinochet, aceptando su ambigüedad dramática? ¿Pueden expresarse las contradicciones de uno sin excusar las del otro? ¿Puede hacerse al mismo tiempo, como se ha intentado en esta narración? Bienvenido esas posibilidades.
El país dramáticamente dividido de Allende y el país sojuzgado de Pinochet fueron posibles, en no poca medida, gracias a la a-simetría de nuestra crítica. Una crítica inerte porque iba siempre dirigida contra el otro, y no donde más nos duele, en el nosotros. El país y la época triviales que nos tocan amenazan continuar la asimetría de otra forma: prodigando los memoriales y los monumentos, mientras huimos de los espejos y los argumentos. Nos tropezamos con los escombros de nuestra historia y nuestro gesto es convertirlos en efigies imperecederas.
La izquierda seguirá con ahinco intentando la santificación de su suicida incómodo, cantando los panegíricos al pie de su estatua y a la espera.Mientras en la derecha se han dividido, la idea de la efigie de Augusto Pinochet Ugarte esta en la mente de sólo uno pocos. Con el correr del tiempo la Historia dirá si se acuñan las efigies para estos dos mitos...